lunes, 4 de julio de 2011

Una adivinanza te voy a poner, a ver si adivinas lo que es...

Las soluciones están escritas con tinta invisible al pie de cada adivinanza. Para poder verlas tienes que pasar el ratón con el botón izquierdo apretado.Pero antes de leer la respuesta...¡piensa un poco!. 



No es león y tiene garra,
no es pato y tiene pata. 

(La garrapata)


Teje con maña,
caza con saña. 


(La araña)

Con brazos sin ser persona,
cuello sin ser animal,
seguro que tú me llevas,
te toco sin hacer mal. 


(La camisa)

Grande, muy grande,
mayor que la tierra,
arde y no se quema,
quema y no es candela. 


(El sol) 


No ves el sol,
no ves la luna,
y si está en el suelo,
no ves cosa alguna. 


(La niebla)

Soy blanca como la nieve

y dulce como la miel;
yo alegro los pasteles
y la leche con café.

(El azúcar)

Después de haberme molido,
agua hirviendo echan en mí.
La gente me bebe mucho
cuando no quiere dormir.

(El café)


Blanco es,
la gallina lo pone,
con aceite se fríe
y con pan se come.

(El huevo)

Cuando sonríes asoman
blancos como el azúcar
unas cositas que cortan
y que pueden masticar.

(Los dientes)

Dos hermanos sonrosados,
juntos en silencio están,
pero siempre necesitan
separarse para hablar.

(Los labios)

Redondo soy
y es cosa anunciada
que a la derecha algo valgo,
pero a la izquierda nada.

(El cero)

Tengo forma de patito
arqueado y redondito.

(El dos)

En un cuarto me arrinconan
sin acordarse de mí
pero pronto van a buscarme
cuando tienen que subir.

(La escalera)

Adivina, adivinanza,
¿Cuál es el bichito
que pica en la panza?

(El hambre)

Sólo una vez al año
tú celebras ese día,
y conmemoras la fecha
en que llegaste a la vida.

(El cumpleaños)

Cuento "Treinta y cuatro lauchitas" de Elsa I. Bornemann

Griselda no tenía hermanitos. Vivía con su papá y su mamá en una hermosa casa de dos pisos, acaso demasiado grande para ellos tres. Griselda se sentía muy sola. Por eso, quería tener algún animalito con quien jugar. Pero cada vez que les pedía a sus padres: - ¿Me regalan un gato? - ¿Puedo traer a casa un perro? - ¿Me compran un canario? - su mamá le respondía: -Los gatos se afilan las uñas en los sillones… -Los perros arruinan las alfombras… -Los canarios dan mucho trabajo…
Y así siempre.
Griselda estaba triste.
Los días de lluvia, dibujaba –con el dedo- mariposas sobre las ventanas húmedas. Los días de sol, corría al patio a pintar tortugas de tiza sobre las baldosas…
Pero los animales dibujados no saben jugar. Ni siquiera protestan si uno les hace pata demasiado corta o una oreja de más. Y Griselda seguía triste.
Una noche –mientras se estaba cepillando los dientes antes de ir a la cama – escuchó un ruidito nuevo que provenía del zócalo del baño.
Se arrodilló y prestó mucha atención. Sí: era un ruidito que nunca había oído antes… -Cric… Cric… Cric… Cric…
De pronto, vio una fina colita negra que salía de un agujero del zócalo, justamente de allí donde faltaba la mitad de un azulejo. ¡Y la cola bailaba!
Griselda se quedó quieta y esperó. Al rato, la cola desapareció. Después de unos minutos, una lauchita negra se asomó temerosa.
Griselda no podía creer lo que estaba viendo: ¡Una lauchita en su casa! -¡Qué suerte! ¡Ahora sí que tengo un animalito! –pensó.
Esa noche, se durmió feliz y soñó que su laucha salía de paseo con sombrero y manifalta.
Desde entonces, Griselda empezó a esconder –todas las noches- un pedacito de queso para su amiga. Lo guardaba en un bolsillo de su camisón. Antes de ir a dormir corría a su encuentro y comía apurada, antes de volver a su cuevita. Pero una vez, Griselda no escucho su cric-cric-cric-cric… La llamó repetidas veces, con el acostumbrado silbidito… y nada…
Trajo queso gruyere, queso roquefort y queso crema… y nada. Su lauchita  había desaparecido.
Los lagrimones de Griselda resbalaron por la pechera del camisón y se juntaron en el bolsillo, hasta empapar los pedacitos de queso restantes.
A la mañana siguiente, la nene tuvo una gran idea: escribió un cartel y lo colgó en la puerta sin contárselo a sus padres. ¡Claro, si se los contaba no iban a darle permiso para colgar tal cartel! Decía Así:
¡HE PERDIDO MI LAUCHITA, ES NEGRA Y CON CARA DE BUENA, LE GUSTA MUCHO EL QUESO.
QUIEN HAY ENCONTRADO UNA ASÍ DEVUÉLVAMELA, POR FAVOR!
GRACIAS, GRISELDA.
A la media hora, el timbre de su casa empezó a sonar una y otra vez. Al leer el cartel, todos los vecinos cazaron las lauchitas que pudieron y fueron a llevarlas a la casa de Griselda.
Algunos las trajeron en canastas, otros en cajas de zapatos y hasta hubo una viejita de blusa con puntillas que colocó su lauchita dentro de una copa de cristal.
Los padres de la nena estaban desesperados: -¿ Qué vamos a hacer con treinta y cuatro lauchas???
Pero Griselda no los escuchaba. Ella sólo quería recuperar a su amiga de larga colita y cara de buena. Las miraba una por una, buscando la suya.
De pronto –y cuando ya estaba a punta de ponerse a llorar desconsoladamente- oyó un cric-cric-cric- que provenía del baño y corrió hacia allí.
¡Qué alegría! ¡Ahí estaba su querida lauchita negra tratando de entrar nuevamente en la cuevita del zócalo!
-Ah, pícara… -le dijo- te habías ido de paseo sin avisarme… Tuve miedo de que te perdieras… ¡Por fin regresaste! –y en un platito del juego de té de sus muñecas, le ofreció una riquísima porción de queso de rallar.
Desde ese día, la lauchita no volvió a escapar de la casa y Griselda ya no se sintió sola.
Haciendo de tripas corazón, sus padres le dieron permiso para tenerla pero –eso sí- pusieron un nuevo y enorme cartel en la puerta de calle que decía así:
TENEMOS TREINTA Y CUATRO LAUCHITAS PARA REGALAR SON NEGRAS Y CON CARAS DE BUENAS. QUIEN NECESITE ALGUNA, TOQUE EL TIMBRE, POR FAVOR!
Ya saben: si alguno de ustedes quiere tener una lauchita, no tiene más que ir a la casa de Griselda y pedirla. ¡Me parece que todavía les deben de quedar unas cuantas…!
                       

Cuento "Pulgarcito y sus hermanos" de los Hermanos Grimm


Había una vez una familia muy pobre de leñadores que vivía en el bosque. Tenía siete hijos y al menor le llamaban Pulgarcito, porque era muy pequeño.
Un día, el papá les dijo que fueran con sus hachas al bosque a buscar leña. Pulgarcito, que era pequeño pero muy listo, fue dejando piedrecitas en el camino, para que así supieran el camino para volver a casa.
Cuando terminaron su trabajo, regresaron siguiendo las piedrecitas.
Al día siguiente volvieron a salir al bosque y Pulgarcito fue dejando la señal para encontrar el camino de vuelta. Pero esta vez dejó migas de pan en vez de piedrecitas.
 Cuando ese día acabaron su trabajo y quisieron regresar, no encontraron el camino, porque los pajarillos se habían comido el pan-
-         ¿Qué haremos? Nunca más encontraremos nuestra casa – decían los niños llorando.
-         No se preocupen, seguro que no nos pasará nada – les decía Pulgarcito animándolos.
Pulgarcito vio a lo lejos una casa y decidieron ir allí.
Cuando llegaron, una anciana les abrió la puerta y les invitó a entrar. Era la mujer de un malvado Ogro a quién le gustaban los niños.
La buena anciana les dio de cenar y les mostró donde podían dormir. Pero no debían hacer ningún ruido para no despertar al malvado Ogro.
Pero, por mala suerte, se despertó y buscaba a los niños, mientras gritaba:
-         ¿Dónde, dónde están esos muchachos, que quiero verlos?
Entonces Pulgarcito, que estaba vigilando, despertó a todos sus hermanos y huyeron por una ventana. El Ogro se calzó sus botas de siete leguas y corrió tras ellos. Cansado ya de perseguidos, se tumbó en el camino y se durmió. Pulgarcito aprovechó ese momento para quitarle las botas al Ogro.
Se las puso y corrió a pedir ayuda.
Por fin, regresó con muchos hombres para apresaron al Ogro.
Él y sus hermanos, que habían estado escondidos todo ese tiempo, volvieron a su casa y se alegraron mucho de ver otra vez a sus papás.
Fueron de nuevo una familia feliz, ya que Pulgarcito con las botas de siete leguas fue el cartero más rápido del reino.

domingo, 3 de julio de 2011

Recomención de "El misterio del conejo que sabía pensar" de Clarice Lispector


Clarice Lispector, nacida en Ucrania y brasileña de formación dedicó buena parte de sus energías literarias a escribir cuentos infantiles y juveniles. Uno de ellos es “El conejo que sabía pensar” con unas bellísimas ilustraciones de Juan Marchesi, perfectamente integradas en la narración y que hablan por si solas. La portada nos presenta un conejo mirando con una lupa. Lispector cuenta una sencilla historia acerca de un conejo llamado Juanito, blanco y gordo, cuya manera de pensar es mover muy deprisa la nariz. Clarice L. establece un diálogo intimista y lleno de frescura con el pequeño lector y le plantea una intriga ¿Cuál es el truco de Juanito para escapar de esa jaula de barrotes de hierro que sólo pueden abrir las personas? Escapa para que le den más zanahorias para ver a sus hijitos pero ¿cómo lo consigue? Así lo describe la autora “Juanito tenía cara de pasmado y era bonito. Incluso daban ganas de apretarlo un poco. No mucho, porque si no Juanito se asustaba. Los conejos son como pajaritos: se asustan con las caricias demasiado fuertes, no saben si es por amor o por rabia. Hay que ir con cuidado para que se vaya acostumbrando hasta que nos tenga confianza”.
Esta breve historia está dirigida a niños de cinco años aproximadamente. Su mensaje es nítido: infundir en los más pequeños un incipiente amor a los animales.